Agricultura familiar latinoamericana: ni tan pequeños ni tan poquitos
La pequeña agricultura, agricultura campesina o agricultura familiar en América Latina padece de un severo problema de subvaloración. Parte del problema es de definiciones. En América Latina ha predominado una visión que divide a los agricultores entre empresarios y campesinos, donde los segundos serían esencialmente hogares rurales muy pobres y que producen principalmente para el autoconsumo. Este diagnóstico es equivocado, y equivale a lo que sería dividir a las empresas urbanas en dos grupos: grandes corporaciones y trabajadores independientes del sector informal. Esta visión “bipolar” deja fuera del mapa a un enorme sector de agricultores familiares que están insertos en los mercados pero que enfrentan fallas institucionales y de mercado que amenazan su capacidad de continuar contribuyendo al desarrollo económico y social de sus países.
Una mala definición conceptual y operativa es el punto de partida para estrategias y políticas erradas. La agricultura familiar tampoco es la excepción. Organismos de alcance mundial y académicos han intentado encontrar una métrica global, que define como agricultura familiar a unidades con menos de 2 hectáreas de tierra. Esta norma es útil y relevante en gran parte de África y de Asia pero es totalmente inadecuada para las condiciones de América Latina, de la misma forma como es poco útil para nuestros países una definición de pobreza con base en el umbral internacional de 1.25 dólares per cápita por día.
En el caso Latinoamericano el problema con la definición de las 2 hectáreas es que no solamente no refleja la grande varianza en la estructura de tenencia de la tierra de la región, sino que además deja fuera por lo menos dos otras dimensiones esenciales para entender la dinámica de dicho segmento poblacional: la forma de gestionar el factor trabajo y el entorno en el que se desenvuelven los agricultores familiares.
En Brasil, por ejemplo, según la definición internacional de 2 hectáreas habrían alrededor de 1 millón de agricultores familiares con menos de 1 millón de hectáreas y una muy baja contribución económica. La realidad es que en ese país hay poco más de 4 millones de agricultores familiares, con 110 millones de hectáreas, que producen alimentos con un valor bruto de 28 billones de dólares anuales. Aún en países con una fuerte presencia de campesinos pobres y mayoritariamente indígenas como Guatemala, la norma de 2 hectáreas deja fuera a casi el 40% de los agricultores familiares que controlan el 36% de la tierra agrícola del país y el 80% de la superficie de la agricultura familiar.
En total en la región, el estrato más pobre y que practica una agricultura principalmente de subsistencia incluye a poco menos de 10 millones de hogares con 100 millones de hectáreas, pero el segmento de agricultores familiares vinculados a los mercados como productores netos de alimentos incluye a otros 5 millones de pequeñas empresas familiares con 300 millones de hectáreas. El tamaño promedio de las parcelas de los agricultores familiares en nuestra región es del orden de 27 hectáreas, lo que deja en evidencia lo irrelevante del estándar afro-asiático de las 2 hectáreas.
De la misma manera en que se ha reconocido para la agenda de reducción de pobreza y desigualdad, la agricultura familiar es un fenómeno que demanda una abordaje multidimensional para poder atenderlo de manera adecuada. No tiene ningún sustento en la realidad pensar en la agricultura familiar como un fenómeno homogéneo que debe ser atendido principalmente vía políticas sociales. Al menos en lo que corresponde al gran segmento de pequeños productores familiares ya vinculados a los mercados de productos, lo que se necesitan son estrategias con seis pilares fundamentales: primero, políticas para resolver fallas de mercado e institucionales que limitan su acceso a los factores de producción, principalmente a tierra y a capital y a servicios financieros; segundo, mejorar el funcionamiento de los mercados de productos que suelen ser extraordinariamente opacos y concentrados; tercero, mejorar el acceso a tecnología e incentivar la investigación orientada a las prioridades y condiciones de este tipo de pequeñas empresas familiares; quinto, apoyar la asociatividad entre agricultores familiares y entre ellos y otros agentes económicos; y, sexto pero de crucial importancia, estrechar los vínculos funcionales urbano-rurales. Se puede ver que esta agenda no puede ser contenida en una política de “cadenas de valor” como está de moda en muchos países y, a lo menos, las políticas de cadenas de valor deben venir acompañadas de políticas de desarrollo territorial.
Las necesidades del sector más pobre de los agricultores familiares son distintas. Este estrato demanda principalmente apoyo para estabilizar sus niveles de producción en una lógica de seguridad alimentaria a nivel de hogar y de comunidad y acceso a trabajo decente en el sector rural. Hay además un enorme espacio para encontrar sinergias con las políticas que hacen parte de la nueva agenda de inclusión social que tienen una fuerza creciente en numerosos países de la región.
Lo que queda claro en esta discusión es que el grupo de agricultores familiares en Latinoamérica ni son tan pequeños ni son tan poquitos. De allí su potencial y la oportunidad que ofrecen para una estrategia de crecimiento con inclusión en el sector rural de la región. Verlos de otra manera es perpetuar un imaginario de promesa permanente, de alternativa subutilizada, o peor aún, de simple concepto de anaquel.
